Foto: S. Castaño. |
Los vinos madrileños fueron un producto protegido desde principios del siglo XIII. Las leyes contenidas en el Fuero de Madrid (1202) incluían normas para los distintos oficios, entre ellos los taberneros, bodegueros y mesoneros. Quienes las desobedecían se arriesgaban a sufrir duros escarmientos, confiscación del producto en cuestión, latigazos y destierro. Por entonces y durante muchos años, en los viñedos de los arrabales madrileños, como San Ginés o San Martín y en las tierras de La Arganzuela o los prados de Atocha y Recoletos se cultivaba uva garnacha, moscatel, airén, malvar y albillo. variedades predominantes también en otros pueblos de la provincia.
Unas décadas después ya aparece la ‘tapa’ vinculada al vino. Alfonso X el Sabio hizo honor a su sobrenombre y ordenó que quienes sirvieran vino a cocheros y correos lo acompañaran de algún alimento sin coste. Como se empezó a ofrecer en un pequeño plato de madera que tapaba el vaso o jarra, se le llamó ‘tapa’.
Cuando la corte se estableció en Madrid a mediados del XVI, el desmesurado aumento de población produjo una gran demanda de vino, que se vendía principalmente en las proximidades de la destartalada plaza del Arrabal, antecesora de la plaza Mayor. Aunque los madrileños se apresuraron a extender sus viñas, no daban abasto para abastecer las tabernas. Comenzaron a llegar vinos de pueblos vecinos, entre otros Fuencarral, Hortaleza, Vallecas, Vicálvaro, Alcobendas, Villaverde, Carabanchel, y de municipios más alejados como Pinto, Parla, Getafe, Móstoles, Navalcarnero, San Martín de Valdeiglesias, Alcalá de Henares, Colmenar Viejo o Morata de Tajuña, También de Valdemoro, Arganda y Torrejón de Ardoz, donde los jesuitas del Colegio Imperial de Madrid tenían grandes haciendas con viñas y bodegas para elaborar los vinos que luego vendían en su taberna de Madrid.
Antiguas tinajas y alambique. R Molano.. |
Este floreciente comercio del vino produjo un aumento del número de viticultores o viñadores, bodegueros, taberneros, tinajeros, boteros y otros oficios relacionados, muchos de ellos asentados en la Cava Baja, calle Toledo y plaza de la Cebada. Unas ordenanzas del siglo XVI prohibían ‘bautizar’ el vino ni aunque fuera con agua bendita y se indicaba a los taberneros el precio al que comprar los vinos. Además, las bodegas y tabernas (su actividad estaba unida en muchos casos) no podían ofrecer caza, pescado o pan, que se podían consumir en mesones y hosterías.
A partir del siglo XVII son habituales en Madrid los caldos de otras provincias, sobre todo de Toledo y Ciudad Real, que llegaban a la Cava Baja, lugar de salida y llegada de diligencias. Viajeros, comerciantes y arrieros formaban un grupo numeroso localizado en el barrio, lo que multiplicó el número de posadas, fondas, tabernas y mesones en toda la zona.
Antigua prensa y garrafas. SC |
Los impuestos sobre el vino o ‘sisas’, que ya se
aplicaban desde varios siglos antes, se convirtieron en una importante fuente
de ingresos para las arcas reales y del Concejo madrileño. Se emplearon para costear
todo tipo de construcciones, como la plaza Mayor (casi un millón de ducados),
la nueva cerca que rodeó Madrid desde 1625 o la Cárcel de Corte.
Además de tintos, blancos y claretes se bebían derivados del vino, como el hipocrás, mezcla de vino tinto o blanco con miel y especias, por lo general canela, clavo y jengibre (otras recetas, mezclan tinto y blanco a partes iguales o incluyen pimienta y nuez moscada); la calabriada (mezcla de tinto y blanco), la carraspada (vino moscatel cocido, miel y especias) o el aguardiente, por destilación de vino en alambiques.
En el siglo siguiente ya había en Madrid más de 400 tabernas y bodegas que daban cuenta de más de 500.000 arrobas de vino (más de 8 millones de litros) de las distintas zonas. Comarcas vitivinícolas de Toledo (Esquivias, Noblejas, Méntrida, Ocaña) y de Ciudad Real (Valdepeñas) acabaron imponiéndose en el consumo durante el siglo XIX, a la vez que crecían las poblaciones madrileñas. Además, la epidemia de filoxera que castigó los viñedos de España y otros países desde finales del XIX hasta los primeros años del XX malogró más del 80 por ciento de las viñas madrileñas.
La merienda (Goya, 1776). Museo del Prado |
A mediados de siglo la provincia contaba con unas 30.000 hectáreas de viñedo, repartidas entre un centenar de municipios, sin embargo, la fuerte demanda de viviendas e industria del desarrollismo de los años 60 transformó aceleradamente las poblaciones limítrofes, donde antes se cultivaban vides, cereales y olivos. Gran parte de los viñedos que durante más de 500 años surtieron bodegas y tabernas desaparecieron casi por completo en los años 70.
Con el tiempo, los mayores productores de vino, situados en el sur de la región, fueron casi los únicos representantes de los caldos madrileños: Navalcarnero, San Martín de Valdeiglesias y Arganda del Rey, que dieron nombre en 1990 a las tres subzonas de la denominación de origen Vinos de Madrid. A estas se sumó, en 2019, la subzona El Molar, que agrupa los vinos de Torrelaguna, Colmenar Viejo, San Agustín de Guadalix, Venturada, Pedrezuela, Talamanca del Jarama y otros municipios de la sierra norte.
Desde finales del siglo pasado la viticultura y vinicultura madrileñas han vivido una importante evolución de los métodos de producción, mientras variedades de uvas foráneas se sumaban a las tradicionales garnacha, tempranillo, malvar y albillo. Los Vinos de Madrid entraron en el mercado internacional, donde sus compradores principales son Estados Unidos, Alemania y China, según datos de 2020, año en que se exportaron más de 500.000 litros de la D.O. Vinos de Madrid.
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