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26 febrero, 2016

Los petimetres en el Madrid de la Ilustración

Grupos de damas y caballeros charlando, ellas sentadas y ellos de pie, con coloridas vestimentas.
El jardín del Retiro (Cadalso).M. Historia Madrid
El petimetre era un nuevo tipo de madrileño que imitaba las modas y costumbres francesas desde la llegada a la ciudad del primer rey Borbón, Felipe V, en 1701. El rey llegó de Francia acompañado de ministros, consejeros, cortesanos y sirvientes, cuyos usos y modales encontraron un rápido acomodo entre los nobles madrileños y clases altas, que querían ser modernos a semejanza de la nueva Corte. Petimetres y petimetras fueron los personajes más característicos de Madrid durante el siglo XVIII.

Así comenzó el siglo XVIII en Madrid, con una importante clase social que quería romper con los usos y costumbres del siglo anterior, imitando modales y vestimentas extranjeros, principalmente de Francia e Italia. Este comportamiento provocaba muchos recelos entre los madrileños, y más entre una parte de la aristocracia y clases acomodadas. Los nobles madrileños ‘a la antigua’, de melena suelta, tradicionales, austeros y orgullosos criticaban a los petimetres (del francés, petit maître, señorito) o currutacos, de peluca blanca, progresistas, frívolos, amantes del lujo y de la relación entre hombres y mujeres en el trato diario. Si aquellos veían con resentimiento el extranjerismo y desprecio a lo español en beneficio de productos extranjeros, éstos criticaban la inmovilidad y pacatería que pesaba sobre España.

 
Las diferencias eran evidentes, sobre todo en la imagen. Los petimetres abandonaron el traje español, llamado ‘de golilla’, de siglos pasados: traje oscuro, botas altas, capa y chambergo (sombrero de ala ancha). En su lugar adoptaron la vestimenta de estilo francés, ‘a lo militar’, con casaca larga y debajo camisola ancha con encajes en la pechera y las muñecas o corbata ancha, chaquetillas de colores, calzones ajustados, medias de seda, sombrero redondo (luego de picos) y zapatos de tacón alto con hebillas o lazos.
Escena cotidiana junto a la fuente de Cibeles, con petimetres y gentes humildes trabajando con sus caballos.
Obra de Gines de Aguirre. M. Historia de Madrid.


Las petimetras vestían casaca corta, falda muy ancha, delantales cortos o vestidos con cola y lazos en los brazos. Entre estas damas aristócratas o adineradas apareció la figura del amigo íntimo, el galanteador, narcisista como ellas, al que llamaban 'cortejo', un personaje continuamente condenado por el clero. Acompañaban a su dama en todo momento, dentro y fuera de sus palacetes, en sus visitas y fiestas, en el teatro y en la plaza de toros de la calle Alcalá o en los paseos diarios por la Puerta del Sol o el Paseo del Prado, que era el lugar favorito para el encuentro y exhibición. Allí iban los madrileños de todas las clases a recrearse, a ver y dejarse ver durante la tarde, en sus coches, carrozas, a caballo o a pie.


Esta transformación que vivió una gran parte de la sociedad capitalina, y que afectó también al lenguaje y la alimentación del antiguo Madrid, se produjo de manera rápida, pero no llegó a las demás provincias, que seguían viviendo con los usos del XVII y sus trajes regionales. Cuando los hombres y mujeres de las clases acomodadas visitaban la Corte, tenían antes que pasar por el sastre y el peluquero para estar ‘a la moda’ y no ser objeto de prejuicios y burlas. Y al volver a su tierra, guardar esos ropajes y adornos cortesanos para no sufrir allí la misma guasa.


Estos cambios fueron el inicio en Madrid de las tensiones entre el pensamiento tradicional y el innovador, que estará en la esencia del giro social de este siglo de la Ilustración, cuyo apogeo en la capital llegó con Carlos III.


Las modas y comportamientos evolucionaron a lo largo del siglo, durante los reinados de Fernando VI y Carlos III, pero el narcisismo de petimetres o currutacos y pisaverdes, como les llamaban a finales de siglo, su obsesión por todo lo extranjero y refinado y el desprecio de todo lo nacional tuvieron su respuesta desde las clases bajas. Entre los madrileños de a pie surgieron unos nuevos personajes, los majos y majas, vecinos de la periferia de la ciudad, como los barrios de Lavapiés y Maravillas. Fueron la reacción a los abusos de las modas y costumbres de los petimetres y se convirtieron en los personajes más típicos de la sociedad madrileña del siglo XIX. Sus modos y vestimentas se abrieron paso en las fiestas típicas, el teatro, la literatura y poco a poco también llegaron a la aristocracia madrileña, como en el caso de la duquesa de Alba.

16 febrero, 2016

La calle de San Bernardo y sus históricos edificios

Vista de la calle con la iglesia de Montserrat y edificios de tres plantas.
Calle San Bernardo, iglesia de Montserrat (ACM)
La calle de San Bernardo es una de las más importantes en la historia de Madrid. En el siglo XVI, en tiempos de Felipe II, era un camino que llevaba hasta el pueblo de Alcobendas, saliendo de la ciudad por el portillo de Santo Domingo, en la actual plaza del mismo nombre, llamado así por el convento cercano. En este camino se encontraba el hospital de Convalecientes, por eso se la llamó calle de los Convalecientes. Cuando aquel hospital perdió su función, en su edificio se fundó un convento para monjes bernardos, en 1596. Desde entonces, la calle pasó a llamarse calle Ancha de San Bernardo, por su anchura extraordinaria comparada con otras calles de Madrid. 

Ya a principios del siglo XVII, en tiempos de Felipe III, la calle Ancha de San Bernardo era una de las más transitadas de Madrid. Duques, marqueses y condes tenían allí sus palacios y casas solariegas, como el duque de Lerma, cuyo hombre de confianza, Rodrigo de Calderón, residió en su palacio, que se convirtió en su prisión durante dos años y medio, cuando ambos cayeron en desgracia por corrupción. El palacio estaba a la altura del número 28 de la calle y de allí salió Calderón, chivo expiatorio de los abusos del duque, para morir degollado en la Plaza Mayor en 1621. 
La vieja puerta de la tapia de ladrillos de Madrid, un arco con su puerta de rejería.
Antiguo Portillo de Fuencarral.

Esta vía se fue alargando hasta el portillo de Fuencarral, a la altura de la calle de la Santa Cruz del Marcenado, próxima a la actual Glorieta de Ruiz Giménez, lugar hasta donde Felipe IV amplió la cerca que rodeaba Madrid, en 1625, debido al enorme crecimiento de la población. 


El convento de San Bernardo fue derribado durante la desamortización de Mendizábal, en 1836, y en su solar se levantó, en 1846, el palacio del conde de Agreda, que hoy son dependencias de Ministerio de Justicia, en el número 21 de esta calle, esquina a Travesía de la Parada.


En el número 44, esquina con la calle del Pez, se encuentra el palacio Bauer, comprado y reformado por los banqueros Baüer a finales del siglo XIX. Fue adquirido por el Estado en 1940 para destinarlo a Real Conservatorio de Música y más tarde también a Escuela de Arte Dramático y Danza. Hoy acoge la Escuela Superior de Canto. En el número 45 está el palacio de la marquesa de la Sonora, de finales del siglo XVIII, convertido desde 1851 en Ministerio de Justicia.
Gran dificio de estilo neoclásico, de dos plantas. En la superior, columnas en relieve enmarcan las ventanas.
Antigua Universidad Central. Foto: A Castaño.


En el 49, esquina con la calle Noviciado, estuvo el palacio del marqués de Camarasa, en cuyo solar se levantó el Noviciado de jesuitas, hasta su expulsión en 1767. Este edificio dio nombre a la calle Novicido y a la estación de Metro allí ubicada. Ocupado por otra orden religiosa, el edificio pasó a propiedad del Estado con la desamortización de Mendizábal. En 1843 se convirtió en Universidad Central de Madrid, hasta que se creó la Ciudad Universitaria en tiempos de Alfonso XIII. Hoy día el edificio acoge el Paraninfo histórico de la Universidad Complutense y el Instituto de España.

El palacio Castromontes, en el número 70, se levantó en el siglo XVIII y fue residencia de varias familias aristocráticas, hasta que fue reformado y convertido en el Instituto Lope de Vega. Al lado se halla el convento e iglesia de las Salesas Nuevas, en el 72, llamado así por ser el segundo fundado en Madrid por las religiosas de San Francisco de Sales. Este edificio neoclásico se construyó entre 1798 y 1801 y fue la primera sede de la Universidad Central, en 1836, antes de su traslado al antiguo Noviciado.
Fachada de la iglesia.
Iglesia de Monserrat. Foto: A.Castaño.

Enfrente, en el 79, se encuentran el monasterio e iglesia de Montserrat, de estilo barroco, en la que destacan los ornamentos de su torre, obra de Pedro de Ribera. En este edifico se instalaron, en 1704, los monjes benedictinos castellanos que huyeron del monasterio catalán del mismo nombre en 1640, durante la sublevación de Cataluña. Con la desamortización el monasterio se convirtió en cárcel de mujeres en 1836, permaneciendo la iglesia para el culto. Años después, los monjes recuperaron este convento, que da nombre a la calle Monserrat. Junto a este edificio tuvo lugar la inauguración del Canal de Isabel II, en 1858, con la instalación de un gran pilón en mitad de la calle de donde elevó un enorme chorro de agua que, según decían, parecía ‘un río de pie’.


Cuando la ciudad fue teniendo más calles anchas, la de San Bernardo perdió el término ‘Ancha’, en 1865, y pasó a ser llamada calle de San Bernardo. Aquel portillo de Fuencarral, que se abría al camino de Alcobendas, permaneció hasta 1870 y su función pasó a la puerta de los Pozos de Nieve, que se encontraba cerca de la actual Glorieta de Bilbao y que, a pesar del nombre, era el camino de Fuencarral. Ambos caminos confluyeron en la actual Glorieta de Quevedo, donde terminan la calle de San Bernardo y la calle Fuencarral.

05 febrero, 2016

Los pretendientes en el Madrid de Carlos IV

El grabado muestra a los invitados aguardando su turno para reverenciar a los reyes, sentados en el trono, y al príncipe Carlos, sentado más abajo.
 Besamanos en el Palacio Real, 1804 (L. Álvarez).
La corrupción en tiempos de Carlos IV propició la llegada a Madrid de un gran número de los llamados ‘pretendientes’, aspirantes a un cargo público importante que ansiaban una recomendación de algún personaje de la Corte. A finales del siglo XVIII y hasta bien entrado el XIX los puestos relevantes de la cosa pública podían lograrse sin méritos del candidato, simplemente por ‘enchufe’. La gran afluencia de estos pretendientes en la Villa y Corte provocó en 1807 una orden del ministro de Gracia y Justicia que prohibía la entrada en la capital a quien no obtuviera antes una real licencia.

Por todo Madrid pululaban estos cazadores de empleos públicos, que podían agruparse en cuatro tipos, según el objeto de sus desvelos. Había clérigos que aspiraban a un puesto que conllevara una renta, letrados que deseaban ser jueces en uno de los numerosos tribunales del país y sus colonias, hombres de negocios que buscaban un puesto en Hacienda y abogados con pocos recursos que intentaban llegar a ser corregidores, una especie de magistrados con escaso poder judicial que se establecían en la ciudades donde no había Audiencia.

Estos últimos eran jóvenes licenciados en Derecho, que después de trabajar tres o cuatro años en el bufete de un abogado y estar cualificados para ejercer, carecían de las influencias necesarias para llegar a ser juez. Así que llegaban a Madrid con su currículum, dispuestos a echar horas ante el despacho del ministro hasta conseguir entregar sus ‘papeles’. Otros, por ser conocidos de algún noble con poder para nombrar jueces, se dedicaban a agasajar y hacer la pelota a su protector con el mismo fin.

El valido, sentado y vestido de general del Ejército, tras una batalla.
Godoy (Goya.Academia Bellas Artes)

A los pretendientes a un empleo en Hacienda el privilegio les tenía que llegar del valido o primer ministro Godoy, o de la reina, María Luisa de Parma, esposa y prima hermana de Carlos IV. Para obtener la recomendación de la reina era necesario tener un buen tipo o estar dotado de cualidades artísticas que atrajeran su atención o de alguna de sus camareras favoritas. Para llegar a Godoy, favorito de la reina y hombre dado a los placeres, lo mejor era presentarse en uno de sus besamanos o recepciones públicas semanales acompañado de una mujer bella.


En este gobierno corrupto y libertino un inexperto pretendiente lograba el puesto de juez si conseguía casarse con una dama de honor de la reina o con una de las favoritas temporales del ministro Godoy, que agradecía los servicios prestados otorgando al marido la recomendación necesaria.


En cuanto a las prebendas eclesiásticas, hasta esa época habían estado en manos del Consejo de Castilla, máximo órgano de gobierno tras el rey. El Consejo recibía las solicitudes, estudiaba los méritos y títulos de los candidatos y aconsejaba al rey para que tomara una decisión. Por ello, las casas de estos consejeros reales eran frecuentadas casi a diario por aspirantes a cargos oficiales, una vez aceptados como visitantes de la familia. Allí pasaban la mañana dando conversación y librando del aburrimiento a la señora de la casa, por lo general una mujer de edad avanzada. Y por la noche, allí estaba otra vez, participando en juegos de mesa con su protector. Y así tres o cuatro años hasta que el consejero lograba poner el nombre del pretendiente en el primer lugar de una lista de tres candidatos ‘aptos’ para ocupar el codiciado puesto en una catedral. 


La reina posa de frente, con elegante vestido, tocado en la cabeza y abanico en la mano.
Mª Luisa de Parma (Goya. El Prado)
Así era el asunto hasta que la reina y Godoy arrebataron esta facultad al Consejo de Castilla y crearon un sistema para cobrar enormes sumas de dinero por cada recomendación, a través de la camarera mayor de la reina. Se supo del caso de un clérigo sevillano, de familia adinerada, que tuvo que pagar el equivalente a la renta de dos años del cargo en la catedral de Sevilla para obtener el puesto y gozar de sus privilegios.

De estos tejemanejes da cuenta el escritor y periodista José María Blanco White (1775-1841) en sus Cartas de España, con una prosa amena y un estilo envidiable. Testigo del ambiente de corrupción institucional que se vivía en Madrid, hombre muy crítico, defensor de la libertad y la independencia, cargó su pluma contra la intolerancia y el atraso del país. Retrató a la sociedad española y sus clases sociales, no tanto por exponer sus males como por la vergüenza que le causaba el espectáculo de vicio y corrupción que le tocó vivir. 

El escritor se refiere a la maldición española 'arrastrado te veas como un pretendiente', ya que “causa compasión y risa al mismo tiempo” ver a estos pretendientes a diario “camino del Palacio Real para vagar por sus galerías durante horas y horas hasta que consiguen hacerle una reverencia al ministro o cualquier otro personaje del que dependen sus esperanzas”. Añade que, por la tarde, hacían acto de presencia en el paseo diario de la familia real, y más tarde asistían a la tertulia de una gran señora, si conseguían ser invitados, para presentarle sus respetos.

Con estos antecedentes, es fácil imaginar la altura de miras y los intereses que podían mover a quienes lograban un puesto relevante en el gobierno o la administración. Aún así, Blanco White no dejó de señalar los casos de personajes honrados y extraordinarios a los que conoció y que ejercían su cargo como hombres justos. Acosado por sus múltiples enemigos, se exilió en Inglaterra en 1810.