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06 agosto, 2023

El Montecristo madrileño

Edificio actual, con fachadas de ladrillo y torreón cuadrado en la esquina
Convento de San Plácido.
Uno de los episodios más truculentos de la historia de Madrid tiene entre sus personajes al que podemos considerar el conde de Montecristo madrileño. Al Igual que el personaje de la obra de Alejandro Dumas (Edmundo Dantés), fue víctima de una conspiración de poderosos personajes de su época, encarcelado en una fortaleza de una isla del Mediterráneo, y borrado todo rastro de su existencia. Sin embargo, a diferencia de Dantés, que logró vengarse de los traidores (Danglars, Mondego, Villefort) a nuestro madrileño no le sonrió la suerte y menos aún pudo desquitarse del daño que le causaron sus opresores. 

El Montecristo madrileño se llamaba Alfonso Paredes, notario de la Inquisición. Tuvo la desgracia de ser elegido por ese tribunal religioso para llevar al Papa la causa abierta por unos hechos contrarios a la fe y la doctrina católica que involucraban al rey Felipe IV. En la década de 1630, la Inquisición tuvo noticia de que el rey había profanado el convento de San Plácido para mantener relaciones carnales con una monja. El monasterio fue fundado en 1624 por Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón (secretario de Estado de aquellos reinos), ayuda de cámara y amigo del rey y de su valido, el conde-duque de Olivares. 

Retrato del rey joven, hacia 1623, vestido de negro.
Felipe IV (Velázquez). M. del Prado.

Cuando se destapó el escándalo, el llamado Tribunal del Santo Oficio hizo indagaciones y abrió causa contra Jerónimo de Villanueva, que unos años después sería encerrado en una cárcel de la Inquisición en Toledo. Su hermano Agustín, justicia de Aragón, recurrió al Papa, que ordenó a la Inquisición le enviara la causa para continuar las diligencias desde Roma. Y el  tribunal eligió a Alfonso Paredes para llevar los documentos dentro de una arqueta sellada. 

Enterado de esta misión, el conde-duque hizo que un pintor, en secreto, hiciera un retrato y varias copias de Alfonso Paredes. Luego envió con urgencia mensajeros con los retratos a los embajadores de Roma y Génova, al virrey de Sicilia y al de Nápoles. Además les ordenaba detener a Paredes donde le encontraran y conducirle, con discreción y custodia, a Nápoles, para ser encarcelado en el Castel dell'Ovo (Castillo del Huevo), disponiendo una renta diaria de dos ducatones para el sustento del preso. También mandaba que la arqueta se remitiese inmediatamente a Madrid en total secreto. 

Aunque el rey y Olivares decidieron desvincularse del asunto desde el principio, este, temeroso de que el caso se volviera también contra él, se puso de acuerdo con el rey para cortar por lo sano. Una noche fue a casa del inquisidor general, el arzobispo Antonio de Sotomayor, para forzarle a abandonar el caso. Le presentó dos decretos firmados por el rey: en uno el monarca le concedía doce mil ducados de renta con la condición de que abandonase la inquisición y se retirase a Córdoba, su tierra natal. El otro decreto le desterraba de los reinos de España y le expropiaba sus bienes en un plazo de 24 horas. De modo que el arzobispo aceptó el primer decreto, abandonó la Inquisición y se fue a Córdoba.

Panorámica de la fortaleza en medido de la bahía de Nápoles.
Castel dell'Ovo (Nápoles).

El Montecristo madrileño, con su misterioso cofre, embarcó en Alicante y llegó a Génova, donde enseguida fue identificado, apresado por la noche y sacado de la ciudad hasta Milán. Desde allí le condujeron a Nápoles, donde el virrey le encarceló en el Castel dell'Ovo, en el islote de Megaride, dentro del golfo de Nápoles. Al prisionero se le advirtió que sería ejecutado si decía quien era o hablaba de la misión que le había llevado a Italia, además se le prohibió escribir. 

El conde-duque de Olivares recibió la arqueta y se la llevó al Felipe IV. Sin abrirla la quemaron en una chimenea de las estancias del rey. Así fue como la causa inquisitorial por los sucesos del convento de San Plácido nunca llegó a su destino. Y al mensajero, Alfonso Paredes, que permaneció encerrado en una celda de aquella fortaleza napolitana durante 15 años, hasta que falleció, se le puede llamar el Montecristo madrileño. A un hijo que tenía en Madrid le dio el rey un empleo respetable con el que pudo vivir holgadamente.

Como la causa no llegó al Papa, y tanto el rey como su valido se desentendieron del asunto, el protonotario Jerónimo de Villanueva fue encarcelado en Toledo en 1644. Más de dos años después Villanueva compareció en la sala de la inquisición. Sin leerle la causa se le reprendió por sus acciones contra la religión, sacrilegios y otros pecados. Luego se le anunció que había sido incluido en la llamada bula de la Cena, que cada Jueves Santo publicaba el Papa en Roma, y que por la misericordia del tribunal del Santo Oficio se le absolvía de todo. Como penitencia, debía ayunar todos los viernes durante un año, no entrar en el convento de San Plácido ni tener comunicación con ninguna monja y repartir dos mil ducados de limosna entre los pobres, bajo la supervisión del prior de Atocha. Villanueva recuperó la libertad y se retiró a su tierra, Zaragoza, con orden de Felipe IV de que jamás hablase del caso con él ni con el conde-duque.

Los sucesos del convento de San Plácido

Esquina del convento con el antiguo torreón, donde se ve el reloj
Antiguo convento de San Plácido
Estos hechos ocurrieron 200 años antes de que viera la luz la obra El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Se originaron en el convento de la Encarnación Benita, conocido como convento de San Plácido por estar junto a la iglesia del mismo nombre.

Felipe IV, Olivares y Villanueva pasaban muchos ratos juntos, compartían diversiones y lujosas veladas en los jardines del Buen Retiro, entretenimientos promovidos por el conde-duque en su afán de contentar al rey y mantenerlo alejado de los asunto de gobierno. Por su parte, Villanueva, como fundador del convento, tenía acceso permanente al mismo, donde las visitas de familiares y amigos de las monjas, algunas hijas de importantes familias, eran más frecuentes de lo que podríamos pensar hoy día. Además, Villanueva tenía su casa anexa al convento, construido en terrenos de su propiedad, y su priora, la madre Teresa Valle de la Cerda, había sido su novia antes de tomar los hábitos.

En una de esas jornadas lúdicas del rey y sus amigos, Villanueva sacó a colación el ingreso en el convento de una novicia, llamada Margarita, cuya belleza colmaba la perfección. Fue tal la emoción que puso al describirla, que el rey, de cuya fenomenal sensualidad se hacían eco los mentideros de la villa, enseguida ardió en deseos de conocer a la joven.

Decidieron que el Felipe IV acompañaría a Villanueva en una de sus habituales visitas a las monjas, pero disfrazado para que estas se mostraran con más naturalidad. Así conoció el joven monarca a Margarita y su mente calenturienta entró en ebullición. Desde ese día ningún otro asunto le ocupaba más tiempo que el deseo de estar a solas con la novicia. 

Ante la oposición de la priora a esta relación, Villanueva y el rey trazaron un plan: abrir un pasadizo en una cueva de la casa que lindaba con la carbonera del convento, para acceder a su interior. Descubierto el plan y llegado el momento, la priora, urdió una artimaña para disuadir definitivamente al rey: escenificó el falso velatorio de la joven en su propio dormitorio, dentro de un ataúd con cuatro cirios, rodeada de flores, un gran crucifijo y varias monjas rezando. Cuando el rey y Villanueva vieron la tétrica escena, salieron de allí espantados.

Cuentan que el rey, arrepentido, regaló al convento un reloj para la torre del edificio, así como el famoso cuadro del Cristo de Velázquez que se exhibe en el Museo del Prado. Al parecer, mas tarde el rey descubrió el engaño de la priora, logró su empeño y la novicia pasó a ser uno de los históricos amoríos de Felipe IV.

El convento de San Plácido, en la calle del Pez, fue derruido en 1903 debido a su mal estado. Una década después se construyó el edificio actual.