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14 enero, 2018

Los bordadores de Madrid

Vista desde la calle Mayor, Tradicionales viviendas de cuatro plantas con balcones. Al fondo la iglesia de San Ginés y su torre con chapitel.
Calle de Bordadores. Foto: F. Chorro

En la calle Bordadores tenían sus talleres y tiendas los bordadores madrileños desde el siglo XVII, según las antiguas crónicas, aunque su época de esplendor fue el último tercio del siglo XVIII, momento en que se creó el Gremio de Bordadores, en 1779. Sus titulares eran hombres, mientras que las mujeres se encargaban de labores auxiliares, de ahí el nombre de esta vía que conecta la calle Mayor con la calle Arenal. Por esa época se dedicaban al oficio en Madrid unas 140 personas de las que sólo siete eran maestros y el resto eran oficiales, entre éstos seis mujeres.

Las ordenanzas del Gremio de Bordadores detallaban las clases de bordados que los maestros debían enseñar a los aprendices: a una cara o dos caras, de lentejuelas cargadas y sin cargar guarnecidos, cartulina o saydaya, de broca o hilos llanos, relieve, de oro o plata matizados, matices de seda, saltate-randate, cañamazos, recortado de telas, el de china o cadeneta, punto torcido o chinesco, felpillas matizadas y el de aguadas. Las ordenanzas indicaban también que la viuda de un maestro bordador podía encargarse del obrador que dirigía su marido. Esta opción se extendía también a las hijas de los maestros, enseñadas por ellos, que quedaran huérfanas de padre y madre y tuvieran al menos 22 años.

En estos años, reinando Carlos III, Madrid era el principal centro de este arte industrial y continuó siéndolo a principios del siglo XIX , ya con un notable aumento de estas labores en domicilios particulares. Los textiles bordados acusaban una importante influencia portuguesa, a través de los bordados coloniales, como los cubrecamas de tafetán bordados con abundancia de flores y pájaros de vivos colores.

De los talleres de bordadores de sedas y oros madrileños salían bellos estandartes, cortinajes, telas de muebles, colgaduras… Estas últimas eran paños de seda bordados utilizados para cubrir las paredes de salones de palacios y residencias señoriales durante el verano, sustituyendo a los gruesos tapices que durante el invierno abrigaban las estancias. Como elementos decorativos, alcanzaron un gran valor artístico y representaban el lujo y la ostentación de la época.
Lla placa de cerámica con el nombre de la calle en la esquina de un típico edificio con planta baja de granito y plantas superiores de color ocre con balcones enmarcados en blanco.
Esquina Bordadores con calle Mayor. Foto: F.Ch


Pero antes, desde principios del siglo XVII el bordado tuvo importancia entre las damas de la corte, porque se convirtió en costumbre que reinas y princesas se dedicaran a bordar, saliendo de sus manos delicadas piezas que adornaron los palacios reales y sus muebles.

A partir del 1622 esta industria perdió fuerza por las leyes de Felipe IV que prohibían la ostentación en los vestidos y otros lujos, por lo que el arte del bordado quedó casi reservado a los palios, casullas, mantos, túnicas y otras ricas telas relacionadas con la religión.

Antes de llamarse Bordadores, nombre con el que ya aparece en el plano de Espinosa (1769), esta calle se llamaba de San Ginés por la iglesia del mismo nombre, considerada la primera parroquia surgida extramuros del primitivo recinto cristiano de la ciudad. Al templo se accedía por la calle de Bordadores hasta que se cerró su entrada en el siglo XIX. Después, en 1902, el párroco decidió que se volviera a abrir la entrada al templo desde la calle Bordadores y clausurar la entrada por la plazuela de San Ginés. Al parecer, al estar esta puerta enfrente de la de calle Arenal se creaban fuertes corrientes de aire en invierno y los parroquianos no querían sentarse en los bancos de gran parte de la iglesia. Además, el cura quería impedir que muchos siguieran usando la iglesia para cruzar desde una calle a otra.

Los hábiles bordadores madrileños contaron, para mayor valor artístico de sus obras, con la industria de sus vecinos tintoreros, de reconocido prestigio, y de los pasamaneros que completaban su labor encuadrándola con adorno de cordones, borlas, galones y flecos.