GA4

09 febrero, 2020

Dos historias del Carnaval madrileño

Cuatro damas con vetidos típicos goyescos lanzan alaire, con una manta que sostienen en círculo, el muñeco o pelele perfectamente vestido y del tamaño de un hombre.
El pelele, de Goya (fragmento). Museo del Prado.
Una curiosa anécdota tuvo lugar durante los tres días del Carnaval de Madrid de 1814, concedidos por José Bonaparte, que había vuelto a tomar la ciudad a finales del año anterior, aunque ya por última vez y sólo por unos meses. Los jóvenes madrileños, conscientes del cercano fin de la guerra y contagiados del buen ánimo que esto infundía a la población, se lanzaron a participar de las fiestas. 

El cronista de la Villa Ramón de Mesoneros Romanos cuenta en sus Memorias de un setentón una deliciosa anécdota de esa época, en la que aún era un adolescente. Unos días antes del Carnaval se publicaron varios anuncios en el Diario de Madrid en los que se informaba de que quien quisiera comprar determinados artículos, de comer o vestir y a buen precio, acudiera a la dirección indicada de la plazuela de San Ildefonso y preguntará por D. Guillermo, encargado de la venta.

Los siempre avisados de este tipo de gangas acudieron presurosos, siendo recibidos en el piso indicado, uno a uno y por orden de llegada. Tras pasar una puerta que se les abría entraban en una sala con los balcones cerrados y sólo iluminada por tenue luz de una lámpara. Tras un momento de desconcierto, el comprador veía al fondo un muñeco o pelele que portaba un letrero en el que podía leerse: “Yo soy D. Guillermo. ¿Qué me quiere usted”. El visitante, enojado por el chasco y el ridículo se volvía en busca de la puerta de entrada, pero la encontraba cerrada  y sin nadie a quien preguntar. Desde fuera le llegaban risas, chanzas, silbidos y el estruendo de pesas y balanzas que formaban los vendedores de la plaza, que era la señal de que “un ratón había caído en la ratonera”.
Después de un rato de confusión, el inocente acertaba a encontrar, una salida a un callejón oculta por un tapiz. Bajando por la escalera interior podía leer escrito en la pared: “Dispense usted y guarde el secreto: Es una broma de Carnaval”.

La anécdota se repitió muchas veces esos días. Y cuando se agotaron las ofertas de compra y venta de D. Gillermo, la broma pasó a llamadas privadas al zapatero, al peluquero, al barbero y al sastre para que acudieran a la petición de D. Guillermo.  Luego el personaje carnavalesco cayó enfermo y acudió el médico, el cirujano… Y habiendo fallecido se avisó a los sepultureros para que trasladasen el cadáver, que encontraron dentro de un ataúd con un letrero en que se decía que se prestasen a esta broma de Carnaval. La juerga terminó el martes de Carnaval por la tarde, con una vistosa comitiva con sus disfraces saliendo de la plaza de San Ildefonso por el memorable entierro de D. Gillermo.

Leyenda del Carnaval

Otro suceso del Carnaval madrileño, con aires de leyenda, está fechado a mediados del mismo siglo, hacia 1853. Comienza en el Teatro Real, en la plaza de Isabel II, que se había inaugurado sólo tres años antes. Allí se celebraba un tradicional baile de mascaras y entre los invitados se encontraba un joven diplomático extranjero, un tanto aburrido por falta de compañía para la ocasión. De pronto, una joven con antifaz y la cara muy blanca se situó a su lado. Llevaba una rosa blanca en la mano y comenzó a hablar con él animadamente. Al poco rato estaban bailando.

Después de  varias horas de diversión la joven le pidió que la acompañara a la iglesia de San José. Así lo hizo, atravesaron la puerta del Sol y bajaron por la calle de Alcalá hasta la iglesia. Aunque extrañado por el  misterioso deseo de su amiga a esas horas, pero deslumbrado como estaba por su belleza, el diplomático accedió a entrar con ella en el templo. La siguió a la escasa luz de las velas hasta una capilla donde varias personas rezaban junto a un ataúd. Cada vez más extrañado e incómodo, el joven quiso volver con ella a la calle, pero la joven le explicó que ella era la persona que al día siguiente sería enterrada en ese ataúd. Sobresaltado y paralizado por sus palabras, la vio desaparecer entre las sombras de la iglesia. El diplomático se marchó inmediatamente, confundido por aquella broma macabra.

Por la mañana, el recuerdo de la dama le condujo de nuevo a la iglesia de San José, todavía entre la incertidumbre por un suceso del que ya empezaba a dudar si sería un sueño. Allí vio a numerosas personas asistiendo a un funeral y se introdujo entre quienes pasaban junto al féretro para dar el último adiós. Con horror pudo comprobar que la persona fallecida era la joven con la que había estado la noche anterior, con el mismo vestido y entre sus manos aquella rosa blanca que tenía cuando la conoció.

Salió fuera trastornado, con las palabras de la difunta volando en su memoria. Vio a una joven junto a la puerta que lloraba amargamente. La chica le explicó que aquel era el funeral de su prima, que había fallecido la noche anterior, a la hora que él la conoció, y cuyo cadáver habían vestido con el traje que con tanta ilusión había preparado para asistir al baile de Carnaval.