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15 diciembre, 2017

De la Cruz Verde y otras plazas de la Inquisición

Vista panorámica de la pequeña plaza forada por la confluencia de varias calles. A la izquierda se encuentra la fuente.
Plaza de la Cruz Verde. Foto. F. Chorro.
La plaza de la Cruz Verde recuerda en su nombre al emblema de la Inquisición. La cruz pintada de verde presidía los siniestros autos de fe que protagonizó la Inquisición en distintos lugares de Madrid. Los llamados familiares del Santo Oficio (confidentes y otros colaboradores) trasladaban durante la víspera la cruz verde hasta el lugar de aquellas ceremonias públicas contra los condenados por razones de fe y doctrina católicas. Cuando todo terminaba, volvían a plantar la cruz en su sitio habitual hasta un nuevo acto.

La pequeña plaza de la Cruz Verde, a un lado de la calle Segovia, en su confluencia con la calle de la Villa y cerca del Viaducto, es el último lugar donde estuvo instalada la cruz de la Inquisición, hasta la desaparición de este tribunal eclesiástico en 1834. La cruz se alojaba junto al muro del desaparecido convento del Sacramento, donde en 1850 se construyó la fuente de Diana Cazadora que preside la plaza. En otro lateral hay una placa de mármol en memoria de los cuatro militares y un civil fallecidos en esta plaza en febrero de 1992, víctimas de un atentado terrorista.

Curiosamente, en la plaza de la Cruz Verde vivió Ventura Rodríguez, arquitecto mayor del Ayuntamiento, encargado de construir un edificio destinado a sede del Consejo Supremo de la Inquisición, en la calle Isabel la Católica, hoy calle Torija, número14. El proyecto de Ventura Rodríguez no se llevó a cabo por la carestía del mismo y tras su muerte fue retomado por su discípulo Mateo Guill a finales del siglo XVIII.


Plaza de Santo Domingo


La sede de la Inquisición estaba al lado de la plaza de Santo Domingo, escenario durante muchos años de las tropelías del Santo Oficio, y cuyo nombre procede del antiguo convento que allí existía. Frente al recinto monacal tenían lugar los autos de fe. Los acusados de herejes, judaizantes, blasfemos, sacrílegos, brujas… condenados a muerte debían mostrar arrepentimiento para librase de la hoguera y poder morir estrangulados o degollados. En caso contrario se les trasladaba a los quemaderos de la Inquisición ubicados a las afuera de la ciudad.


Los dominicos, designados guardianes de la pureza de la fe y las costumbres, destacaron por su historial de colaboración con la Inquisición. En el lugar ocupado por el convento de Santo Domingo el Real, demolido en 1869, se construyó el primer aparcamiento público de Madrid y el hotel Santo Domingo, en cuyos sótanos se conservan las cuevas que pudieron servir de cárcel a la Inquisición, actualmente convertidas en una moderna coctelería. 


Tras la abolición de la Inquisición en 1834, su sede acogió el Ministerio de Fomento desde 1849, luego fue hotel y a finales del XIX se convirtió, tras una remodelación, en convento de Reparadoras. En 2008 el Estado lo compró por 36 millones de euros para destinarlo a oficinas auxiliares del Senado.

El óleo de Francisco Rizi muestra a vista de pájaro la plaza llena de público, frailes, inquisidores y los reos, situados a la derecha en uno de graderíos de madera. En el centro el estrado, núcleo de la ceremonia.
Auto de fe, Plaza Mayor (F. Rizi, M.del Prado).

Plaza Mayor


El patíbulo se trasladó desde la plaza de Santo Domingo a la plaza Mayor poco después de su construcción. Su recinto se había proyectado para dar mayor relieve a diversos actos solemnes, fiestas de toros, ejecuciones y autos de fe en los que la Inquisición pregonaba gracias especiales e indulgencias a los asistentes.


El primer auto de fe celebrado en la plaza Mayor fue en 1624. Benito Ferrer, acusado de hacerse pasar por sacerdote, fue condenado a morir en la hoguera en el quemadero pasado el portillo de Fuencarral, en la actual glorieta de Ruiz Jiménez. Antes, el quemadero o brasero inquisitorial había estado más allá de la Puerta de Alcalá, donde luego se levantó la desaparecida primera plaza de toros permanente, en la confluencia de las calles Alcalá y Claudio Coello.


En 1680 se llevó a cabo en la plaza Mayor uno de los autos de fe más execrables, prolongado durante doce horas, al que asistieron Carlos II y su primera esposa, María Luisa de Orleans. Más de un centenar de personas procedentes de cárceles de todo el país formaban la procesión de reos: judaizantes vestidos con sambenitos (especie de poncho complementado con capirote en la cabeza) a los que su arrepentimiento podía salvarles de las llamas, reincidentes condenados a la hoguera, aunque algunos serían primero estrangulados por haber mostrado arrepentimiento, y el resto condenados a sufrir cárcel, confiscación de sus propiedades o azotes en público. Incluso se condenó a la hoguera a una treintena de figuras que representaban a reincidentes muertos en la cárcel durante el proceso o que se habían fugado. 


Plaza de la Cebada


En 1805 el mayor escaparate del trabajo del Santo Oficio y de los tribunales de la ciudad pasó a la plaza de la Cebada, que era entonces un espacio pobre, aunque congregaba a miles de madrileños en sonadas ocasiones. Años después, ya desaparecida la Inquisición, el cadalso se trasladó más abajo, fuera de la Puerta de Toledo. Seguía la tendencia de llevar estos actos lejos de los barrios importantes, y con ello se redujo el número de asistentes. Las ejecuciones pasaron más tarde al llamado Campo de Guardias, un terreno hoy ocupado por instalaciones del Canal de Isabel II, en el entorno de las calles Bravo Murillo y Ríos Rosas.

08 diciembre, 2017

Tradición del mercadillo navideño y las doce uvas

Panorámica de la plaza al atarcecer, con los casetas navideñas iluminadas y numerosos compradores frente a su mostradores.
Mercadillo de Navidad, plaza Mayor. Foto: S.C.
Los tradicionales puestos de zambombas y panderetas, juguetes, figuritas de belén y otros artículos del mercadillo de Navidad tuvieron como escenario la plaza de Santa Cruz desde el siglo XVII. La vecina plaza Mayor se destinaba a los puestos de vendedores de pavos, turrones, mazapanes, castañas y otros frutos secos. Las normas que desde antiguo regulaban la gran afluencia de madrileños, forasteros y vendedores dictaban, ya a principios del siglo XX, que se permitía del 18 de diciembre al 6 de enero la instalación de puestos navideños en la plaza de Santa Cruz y en plaza Mayor. Debían colocarse fuera de los soportales y junto a la acera o alrededor del jardín central que tenía la plaza. La venta de pavos tenía lugar en la plaza de Puerta Cerrada y en la glorieta de Bilbao. Los vendedores con sus puestos de toldo obtenían la licencia pagando cinco pesetas por cada metro cuadrado y seis pesetas por las piaras de pavos, con un máximo de 40 aves. 

A partir de 1944, el Ayuntamiento ordenó que la venta de objetos navideños se reuniera en la plaza Mayor, y fuera de ella se instalaran los puestos de alimentos. En la siguiente década se sustituyeron los puestos de toldo por casetas de madera, que se situaban en el centro de la plaza para no interferir la circulación de tranvías. A finales de los años 60 la construcción del aparcamiento subterráneo de esta plaza llevó el mercadillo de Navidad a la plaza de Santa Ana, volviendo luego a su recinto monumental.

Un numerso grupo de personas con gorros y disfarces pasa por la antigua Puerta del Sol bailando y bebiendo, excepto uno de ellos, con traje regional, que transporta una escalera.
Noche de Reyes en la Puerta del Sol (Castelaro)

Otra tradición madrileña, tomar las doce uvas de Nochevieja con las campanadas de fin de año frente al reloj de la Puerta del Sol tiene un origen un tanto impreciso. La explicación más conocida dice que comenzó por un excedente de uvas en 1909 y que así se logró un consumo masivo que se convirtió en costumbre. Otra versión afirma que se inició en 1882, a raíz del impuesto de cinco pesetas a quienes “formando ronda o comparsa” salieran el 5 de enero a ‘recibir a los Reyes Magos’. Era ésta una ocasión para el jolgorio, las chanzas y las bromas de grandes grupos de madrileños que recorrían las calles alumbrados por antorchas, visitando las tabernas y en busca de algún incauto, normalmente un joven recién llegado a la capital, al que proponían unirse a la fiesta si se encargaba de llevar la escalera que usaban para mirar a lo lejos en busca de la caravana real. 


Al final, la algarabía de unos produjo las quejas de otros y el Ayuntamiento, dirigido por José Abascal, tomó cartas en el asunto. Quienes no fueran provistos de licencia para formar comparsa serían detenidos. Al parecer, al no poder seguir con aquella costumbre, los jóvenes madrileños decidieron echarse a la calle la noche de fin de año y tomar las uvas con las campanadas del reloj de la Puerta del Sol. Así consiguieron tener una noche de fiesta, que se hizo tradicional, sin pagar por ello. Con la elección de las uvas tal vez querían imitar, como burla, a la aristocracia madrileña que por esa época comenzó a tomar uvas y champán en el postre de la cena de fin de año.


En cuanto a la tradicional Cabalgata de Reyes, la primera en Madrid se realizó en 1953. Partió de las Escuelas Aguirre, en el barrio de Salamanca, recorrió la calle de Alcalá, la calle Mayor y terminó en la plaza de la Villa.