Placa de la calle de la Cabeza. |
Los vecinos, que dejaron de ver a ambos hombres, comenzaron a pensar que algo les había ocurrido, pero no se atrevían a entrar en la casa, hasta que llegó un sacristán de la parroquia de San Sebastián, en la cercana calle de Atocha, que traía recado para que el sacerdote asistiese a un entierro. El sacristán encontró la puerta entreabierta, pero al ver que en su interior nadie contestaba salió a la calle y preguntó a un vecino, que sólo pudo decirle que aquella mañana no había visto al clérigo salir hacia la ermita, adonde acudía cuando no tenía que ir a la parroquia. Decidieron avisar a los alguaciles, que acudieron a la casa y hallaron el cadáver en la cama con la cabeza en el suelo. Buscaron al criado y no le encontraron, se iniciaron pesquisas sin llegar a averiguar su paradero. Al sacerdote le enterraron en la iglesia de San Sebastián y se habló durante mucho tiempo de este crimen.
Al cabo de varios años, el antiguo criado tuvo que viajar a Madrid para resolver unos asuntos, contando con que, al igual que sus temores, el suceso ya estaría olvidado. Con ropas de caballero llegó a la Villa, donde nadie le reconoció. Una mañana, paseando por el Rastro, se le antojó una cabeza de carnero para comer. La compró, la guardó en su saco de tela y se dirigió a la fonda donde se hospedaba, sin advertir que la cabeza iba dejando un rastro de sangre por la calle. Sucedió que había por allí un alguacil que se fijó en ello y, extrañado, le paró y le preguntó qué llevaba en el saco o talego. “¡Qué voy a llevar! La cabeza de un carnero que acabo de comprar”, respondió mientras abría la bolsa. Pero su sorpresa fue horrorosa, porque lo que salió del saco fue la cabeza del clérigo asesinado. Ante la evidencia y detenido por el alguacil, reveló su crimen y fue encerrado en la cárcel de la Villa, la primera que tuvo Madrid, en la calle Platerías, hoy calle Mayor, a la espera de que se cumpliera su condena a morir en la horca.
Fue ejecutado en la Plaza Mayor, ante numerosos vecinos, y enterrado en la cercana iglesia de San Miguel de los Octoes, que estaba donde hoy el mercado de San Miguel. Según la leyenda, cuando se cumplió la sentencia la cabeza volvió a ser de carnero.
Para recordar este caso, el rey Felipe III ordenó que se hiciese una cabeza de piedra como la del sacerdote y que se colocara en la fachada de su casa, lo que acabó por dar a este lugar el nombre de calle de la Cabeza. Sin embargo, al poco tiempo los vecinos solicitaron que se quitara de allí la escultura porque les daba miedo, y se comprometieron a construir una capilla en honor de la Virgen del Carmen y a poner un cuadro que recordara el crimen. Y así lo hicieron.
Placa de la calle del Carnero. |
Calle del Carnero
La calle de la Cabeza está relacionada con la calle del Carnero, en el Rastro, entre la calle Ribera de Curtidores y la calle Arganzuela. Los vecinos de esta zona estaban espantados por haberse vendido allí la cabeza de carnero que se transformó en la del clérigo. Nadie quería comprar carne de carnero, ni siquiera los criados, porque a cada paso se les representaba la historia del criado asesino. A tal punto llegó la cosa que los señores prohibieron a sus criados comprar carne en el Rastro, así que los carniceros solicitaron permiso para trasladar sus puestos a otro lugar de la ciudad. Se les concedió y con el tiempo la gente fue venciendo sus reparos, así que poco a poco los carniceros volvieron a instalarse en el mismo lugar, donde sólo habían quedado los puestos de embutidos. Por todo lo ocurrido, se llamó a ésta la calle del Carnero, el lugar donde se vendía al público.
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