Imagen de Coleccción de leyendas (A Hurtado). |
El broquelero había servido varios años en los Tercios de Flandes, después se casó y puso un taller y tienda de broqueles. Tuvo una hija muy bella que murió repentinamente con sólo 20 años y a consecuencia de esta desdicha su mujer enfermó y murió a los pocos meses. Juan se quedó sólo con un hijo de tres años y para no sucumbir ante tanta desgracia se refugió en su trabajo casi sin tregua. Pronto crecieron sus bienes y su almacén de broqueles era el más grande. Admirado y respetado por sus vecinos, fue nombrado presidente del gremio de broqueleros.
No tenía Juan más consuelo y entretenimiento que el que encontraba en un fiel y viejo amigo, también antiguo soldado, llamado como él, Juan Pérez, de familia noble. Siempre a su lado en los peores momentos y promotor de los únicos ratos de recreo que tenía, por la afición de ambos a la caza y la pesca.
Eran tan amigos que, unos años antes de la desgracia familiar, se habían hecho socios, por encima de las quejas y murmuraciones de sus respectivos parientes que, codiciosos, no aprobaban esta mezcla de negocios.
Los paseos por las calles, las salidas por la ribera del Manzanares, las meriendas improvisadas y otras actividades que le proponía su amigo el hidalgo le sacaron poco a poco de su pena, a costa de desatender un tanto su negocio.
Un día le visitó su hermana en el almacén, mientras esperara a que llegara su amigo para salir con él de caza, y a puerta cerrada le contó una historia secreta y tan grave que le dejó turbado y le quitó las ganas de salir. Luego se excusó con su amigo y quedó con él en verse por la tarde. Se fue a su casa e hizo inventario de los artículos de su tienda y allí esperó acompañado de su hijo hasta que llegó su amigo. Entonces le dijo al chico que podía salir a jugar hasta las once.
Ya a solas y preocupado por el gesto del broquelero, el noble le preguntó qué asunto le preocupaba. Éste le entregó un papel para que lo leyese y lo firmase. Leyó el hidalgo, cogió la pluma y firmó. “Justo y conforme. He firmado no hay para qué más razones”, dijo el hidalgo. “Entonces, rogad a Dios que os perdone”, le respondió. Y abalanzándose sobre él le asestó una puñalada en el corazón. Luego, el broquelero fue a la cuadra, montó en su caballo y salió de Madrid por la Puerta de la Vega.
A los gritos del chico cuando volvió a casa acudieron los vecinos y luego los alguaciles y el alcalde de corte, autoridad judicial de la Villa. Informado de la identidad del muerto, el juez preguntó al chico por su padre, pero nada sabía de su paradero, sólo que los dos hombres estaban allí hacia las ocho de la tarde. Por su parte, los vecinos no daban crédito a las sospechas sobre el broquelero que lanzaba el juez, quien de pronto se percató de un papel en el suelo. Lo cogió y leyó: "Por un misterio profundo me mata mi amigo fiel, pues Dios sabe que yo y él no cabemos en el mundo. Cara a cara me mató, y basta que yo lo abone; la justicia lo perdone como lo perdono yo". Firmado por don Juan Pérez.
Perplejos y mudos quedaron los vecinos y se marcharon a su casa. Sacaron al muerto y la puerta fue sellada.
La noticia del asesinato corrió como la pólvora. El mentidero de Madrid fue un hervidero de suposiciones, dimes y diretes, sin que aquel ocioso gentío viera un rayo de luz sobre el asunto. Hasta que llegó un sabelotodo que anunció que el alcalde de corte había recibido una carta de Juan Pérez el broquelero en la que se acusaba del homicidio y anunciaba que, una vez resueltos unos asuntos fuera de Madrid relacionados con la herencia de su hijo, se presentaría ante el juez en tres días.
Y así fue. Al tercer día y ante un tropel de madrileños a las puertas de la Audiencia, se presentó Juan Pérez. Comenzó el juicio, con el difunto de cuerpo presente, la caja abierta en la misma sala. Juró decir la verdad y volvió a inculparse. Negó que el dinero, los negocios o la religión tuvieran algo que ver, pero el motivo que le impulsó a matar a su amigo era un secreto que no iba a revelar. Firmó la declaración, le condujeron a prisión y llevaron al muerto al cementerio.
Hasta el rey Felipe II llegó el revuelo de la noticia y aquella misma noche llamó al juez a palacio. Al terminar de leer la causa para informar al rey, éste le dijo: “Ese proceso está incompleto. El broquelero parece honrado y si no ha habido interés económico y además defiende al muerto, me hace falta, viva o muerta, una mujer. Buscadla y volved en tres días si no la hayáis”.
Más tarde, el rey recibió a su amigo Lope de Figueroa, que había sido maestre de campo de los Tercios de Flandes. Había hablado con el preso y confirmó que prefería morir antes que revelar su secreto. Y también visitó a la hermana, que llorando le dijo que ella tenía la culpa de todo, pero no soltó una palabra más y le entregó una carta para el rey.
Leyó el rey la carta y al momento ordenó llamar a su médico. A Lope le ordenó permanecer allí para indicar a quien fuera que el rey estaba en su capilla rezando. Embozado en una capa y por una puerta oculta salió el rey a la calle, acompañado del médico, y se dirigieron a la casa del cura del barrio del broquelero.
Ante el párroco, el rey descubrió su identidad y le pidió los libros de difuntos, a cuya lectura se dedicaron los visitantes dos horas, hasta que encontraron lo que buscaban. Entonces pidió el rey bajar al cementerio de la iglesia junto a la casa, con un farolillo que les alumbrara y una palanca. Al poco rato tenían abierta una sepultura. De lo que allí sucedió, el rey ordenó guardar secreto.
Ya de vuelta en palacio, el médico explicó lo que había visto en el cementerio: el cadáver de aquella joven tenía unos lunares que eran las huellas de un potente veneno, no cabía duda. Un veneno que siempre mataba a las mujeres, a quien tanto costaba tener un amor secreto.
Entonces el rey, con la aprobación del médico, concluyó: “Ese don Juan, vil y artero, mató a la madre y al hijo. No hay mayor crimen”. Avisó al médico de que aquel asunto quedaba en secreto, para salvaguardar la honra de la joven, que era la intención de su padre.
Pasaron tres días y el alcalde de corte volvió a ver al rey, con más miedo que vergüenza, ya que no había avanzado en su investigación. Ya había dictado sentencia de muerte como mandaban las leyes para el hombre que matara a otro hombre. Pero el rey le hizo ver que la carta encontrada a los pies del hidalgo no se había considerado correctamente. Y se puso a escribir un documento exponiendo que el muerto afirmaba en la carta que estaba de acuerdo con morir a manos de su amigo, ya que sospechando la causa no se quiso defender, y que perdonó al broquelero por esta muerte. Así, cumpliendo la voluntad del muerto, ordenó la libertad del preso.
Cuando en la Audiencia se leyó el decreto del monarca, la gente guardó silencio dudando de la justicia del rey.
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