Bodegón de invierno (F. Barrera). Museo del Prado. |
A las mesas de las clases adineradas llegaban carnes de caza mayor y menor, como jabalí, venado, conejo, liebre, perdiz, pato o faisán, que abundaban en los bosques que rodeaban Madrid, además de carne de carnero, cordero, cerdo y vaca. Las recetas de carnes eran muy variadas, asadas o guisadas con distintas especias, adobadas, cocidas o escabechadas.
Desde que Madrid se convirtió en la capital del Imperio español a mediados del siglo XVI, comenzaron a llegar todo tipo de alimentos procedentes de sus territorios americanos y europeos, aunque la mayoría iban destinados a la Corte y sus distintos estamentos y a las clases altas de la sociedad madrileña. Entre ellas se puso de moda la cocina de Italia, cuando gran parte de sus territorios dependían de la Corona española. De América llegó el pavo común, hasta entonces desconocido en Europa, y el cacao para elaborar chocolate, al que se añadía, azúcar, vainilla y canela, popularizándose entre la nobleza en el siglo XVII, antes de extenderse a Francia, Italia e Inglaterra. Ya en siglo XVIII, las patatas, tomates, maíz y numerosas frutas llegados del continente americano se incorporaron a los menús del pueblo. En el mismo siglo surgen también otros platos típicos de Madrid, como los callos a la madrileña o la gallina en pepitoria.
Manjares de la nobleza
En las cocinas de la nobleza y clases pudientes se manejaban recetas como las del morteruelo, que se hacía con carnero; los gigotes, a base de carne guisada y picada que se servía fría; el manjar imperial, que era una especie de natillas; la gratonada, a base de aves; las almojábanas, de queso fresco, requesón y huevos o las empanadas de carne o pescado. Sin embargo, había tres platos que, por su exquisitez, eran los preferidos: la salsa de pavo, el mirrauste y el manjar blanco.
La salsa de pavo se elaboraba para aderezar los platos de pavo real. Consistía en cocer un pavo real y dos capones añadiendo al caldo los hígados machacados con almendras, jugo de naranja amarga y especias, hasta conseguir una masa espesa a la que se añadían huevos y azúcar. Se servía con unos trozos del pavo.
El mirrauste era un guiso de pichones con muchas almendras picadas, canela y una buena cantidad de azúcar que se añadía durante la cocción. Resultaba una salsa espesa que se servía con trozos de carne de las aves.
El manjar blanco era una masa espesa y blanca que se elaboraba con pechugas de gallinas cocidas y deshilachadas, harina de arroz, agua de rosas, leche de cabra, almendras y azúcar, que se presentaba espolvoreada de azúcar molida.
Con el paso del tiempo, las relaciones entre clases de la sociedad madrileña hicieron que algunos de los platos más sencillos de las clases altas llegaran a las mesas de los pobres. No fue hasta el siglo XX, con el cambio de costumbres y una clase media predominante, cuando las comidas de unos y otros empiezan a parecerse. El cocido madrileño continuó siendo la estrella entre los platos cotidianos, aunque ganó en riqueza entre las recetas de los hogares.
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